MUERTO Y ENTERRADO

VOCES: LA NEGRA ESPAÑA

Voces

Dir: Ángel Gómez Hernández

En una escena crucial de Voces (se presenta a un personaje que va a introducir la película en un nuevo subgénero, el de los relatos paracientíficos), aparece en un cameo el escritor y ensayista especializado en ficción fantástica Ángel Gómez Rivero. El cameo puede leerse como el legítimo auto-guiño de un director en su primera película, pero también ofrece otra lectura, la de apuntar a una doble paternidad: por un lado, la biológica. Gómez Rivero es el padre del cineasta debutante. Por otro, la cinematográfica, porque si algo distingue a Voces del grueso del cine de género producido en España en la última década es la autoconciencia con que la estructura de la película tiende un puente entre el pasado más popular de nuestro cine fantástico (los horrores góticos de Paul Naschy, Amando de Ossorio o Carlos Aured durante el tardofranquismo, precisamente reivindicados por Gómez Rivero en sus libros) y la clase de película que quiere ser no solo durante los dos primeros tercios de su metraje, sino también en su campaña de promoción: un Blumhouse español de coordenadas claras.

Así, el planteamiento de Voces se alinea de entrada con ese cine contemporáneo de caligrafía clásica y fórmula (aparentemente) cerrada que hace de la tragedia familiar el centro de su dramaturgia y de la set-piece y el jump scare su unidad narrativa básica, y que ha servido al horror sobrenatural para reencontrarse con su público potencial en las salas, tras los sucesivos auges (y declives) del slasher postmoderno, el found footage de temática diabólica y esa suerte de nueva carne digital, festiva y mortuoria a la vez, que fueron las sagas de Saw y Destino final: una vertiente capitaneada por los universos de Insidious (2010) y Expediente Warren (2013), alimentada también por la argentina Aterrados (2018), la española Malasaña 32 (2020) y en menor medida (o no) por Oculus (2013) y Ouija: el origen del mal (2016), dirigidas por un Mike Flanagan que, sobre todo en la primera, ensayaba ya las estructuras y tonos de La maldición de Hill House (2018, Netflix). Pero incluso estas referencias tienen detrás su propia tradición: el cine contemporáneo de casas encantadas y núcleos familiares fragmentados en que se mira Voces no supone sino una revisión, más o menos hiperbolizada según la película, de ese otro cine que en los años 70 jugó a renovar el imaginario gótico cimentado por la Hammer, la Amicus y los recientes thrillers psicológicos de Hollywood, trasladando la vieja mansión decadente, heredera a su vez del primigenio castillo gótico, a un entorno suburbial, y confrontando personajes que representasen la modernidad urbana con otros que encarnasen el subconsciente supersticioso de la América o el Reino Unido profundos. Basta recordar títulos como Pesadilla diabólica (1976), en la imagen, (donde, como en la película de Gómez Hernández, la piscina ejerce de catarsis), Centinela de los malditos (1977) o incluso la muy sui generis producción Disney Los ojos del bosque (1980). Los protagonistas de todos ellos son, podríamos decir así, padres espirituales de un Rodolfo Sancho que, como manda la canónica ghost story, encuentra en el dolor y la culpa la vía para acceder al más allá. No por casualidad, el infierno personal de este personaje y la manera en que la película utiliza las distintas fases del duelo para encontrar su propia estructura hermana Voces, sobre el papel y mediante ciertos recursos estilísticos (ese plano que une la apertura y el desenlace), con el retrato que del trauma hace la filmografía de M. Night Shyamalan, otro continuador del cine sobrenatural 70s.

Voces recoge esta herencia y la (re)localiza mediante marcadores actuales camo puede ser el hecho de que el personaje de Sancho y su esposa basen su forma de vida en la especulación inmobiliaria, a la postre fuente de la tragedia que articula el relato y de los demonios que van a atormentar al protagonista (un apunte en el que la película prefiere no ahondar a riesgo de convertirse en otra cosa), pero su verdadera identidad como producto netamente español no reside en este guiño pre y post-crisis, o no solo en él, sino en los horrores que fermentan tanto en lo profundo del metraje como en el subsuelo de la casa donde tiene lugar la acción: hacia el tercer acto, Gómez Hernández, sus productores y sus guionistas (Santiago Díaz sobre un argumento del propio director, Víctor Gado y Juan Moreno) liberan la película de corsés contemporáneos para volver su mirada (casi como si de una ojeada al retrovisor se tratase) al fantaterror español más multireferencial: el que releía la tradición gótica anglosajona en clave mediterránea a través de películas como El espanto surge de la tumba (1973), Inquisición (1977), la tetralogía de los muertos sin ojos filmada por Amando de Ossorio (1971-75) o La noche de los brujos (1973), de Ossorio también, entre tantos y tantos otros. Títulos en los que el pasado resurge de unas cenizas casi siempre medievales, casi siempre oscurantistas, para contaminar un presente que se dice racional pero en el que crepita el subconsciente de la represión sexual y religiosa. Poco importa que, en términos históricos, la brujería y la mano de la Inquisición tuvieran en España una incidencia mucho menor que en Inglaterra o Francia: el cine de Naschy, Aured y Ossorio, entre otros, explotó la imaginería del dolor y la tortura en primer lugar porque permitía al público identificar sus películas con fórmulas de éxito recientes en el mercado extranjero (pocas productoras como la Hammer han explorado con más convicción los horrores inquisitoriales y puritanos), y en segundo lugar porque el concepto ofrecía y ofrece un potencial alegórico formidable: la negra España que se resiste a morir y que pugna por arrastrar a sus fosas a la España desarrollista que lucha por mirar adelante (aunque la línea entre una y otra sea tan precaria y equívoca como la que separa a veces el espectro político).

En ese sentido, es interesante constatar cómo Voces supone el siguiente peldaño de un cine de terror español moderno empeñado en liberar los fantasmas reprimidos de lo que podría ser el auténtico corazón de nuestra identidad nacional, quizás para recordarnos la recurrente vigencia de esos espectros. Si en Rec (2007) eran los horrores religiosos los que habitaban la azotea/cabeza de ese edificio costumbrista que bien podría ser la propia España, en Verónica (2017) la crisis llenaba de fantasmas las casas de la clase obrera y en la reciente Malasaña 32 la homofobia y los prejuiciosos clasistas creaban monstruos, en Voces la brujería y la Inquisición permiten a sus responsables reeditar el que posiblemente sea la gran obsesión temática de nuestro cine fantástico a lo largo de las décadas: el pulso entre la España que desearíamos ser y la España que, una catarsis social tras otra, nos recuerda que somos.

Rubén Sánchez Trigos


NUESTRA PARTE DE NOCHE: LA SOMBRA DEL GÓTICO

Nuestra parte de noche

Mariana Enríquez

Anagrama, 2019

El lanzamiento en noviembre de 2019 de Nuestra parte de noche de Mariana Enríquez, contundente ganadora del Premio Herralde de novela, propició un apabullante despliegue crítico en el que se repitió, como un mantra desde el que situar el libro, la referencia a la pos-apocalíptica La carretera de Cormac McCarthy para reasignar la relación padre/hijo que vertebra buena parte de la novela. Sin embargo, si bien la referencia es no solo razonable, sino incluso inevitable, la propia Enríquez se ha apresurado a matizar en posteriores entrevistas la auténtica lectura que, más allá de la sombra del norteamericano (sin duda también presente), nutre la mencionada relación: la novela Ojos de fuego de Stephen King, publicada en 1980 y potencial fuente de inspiración de fenómenos audiovisuales recientes como la serie Stranger Things, quizás incluso en mayor medida que otros títulos del maestro de Maine en principio más populares. Este en principio inocente cruce de referencias creo que permite entender la tensión con que buena parte del establishment cultural ha querido leer el papel de Mariana Enríquez (y de otras compañeras de generación como Samanta Schweblin o Carmen María Machado) en la ficción oscura contemporánea: ellas, nos dicen, son un faro desde el que rasgar los corsés que a veces atrincheran lo fantástico en un territorio exclusivo para aficionados.

En realidad, la obra fantástica de Enríquez, hasta ahora mucho más dada a las distancias cortas, es un caleidoscopio de fuentes que, con naturalidad latinoamericana, equipara en el mismo nivel de legitimidad la novela socio-popular de King, los horrores amorales de Clive Barker, las introspecciones psicológicas y siempre turbias de Daphen du Maurier, Shirley Jackson o Edith Wharton, los aparecidos familiares del realismo mágico y, lo que a mi juicio es aún más importante, la tradición oral y popular sobre fantasmas, crímenes y desaparecidos políticos. En Enríquez, un arquetipo como el niño muerto revivido no es ni más ni menos importante que la historia de un represaliado argentino al que unos agentes del régimen de Vileda vienen a llevarse una noche; me atrevería a decir incluso que ni siquiera una cosa funciona como metáfora de la otra. Aquí lo sobrenatural (o más bien, los lugares comunes del género) tienen el mismo rango dramático que los horrores sociales y políticos, como por otra parte viene ocurriendo desde que en los albores del género el poeta Robert Southey utilizara la retórica del horror para hablar de la esclavitud negra (“Black horror”, lo llamó). En Nuestra parte de noche Enríquez describe un ritual macabro y alucinado que culmina con la amputación de varias personas por parte de lo que parece una Oscuridad cuasi-tangible, y para ello utiliza el mismo registro naturalista con que unas páginas antes nos ha relatado las miserias de una familia de rancio abolengo al borde de la decadencia.

Nuestra parte de noche se puede entender como una suerte de amplificación (para algunos desmesurada, para otros generosa) del imaginario replegado por su autora en sus dos colecciones de cuentos Los peligros de fumar en la cama y Las cosas que perdimos en el fuego, aquí al servicio de una historia sobre los fantasmas que heredamos de nuestros padres. Gaspar y su padre huyen de los mismos abuelos del niño, decididos a utilizar los poderes de este igual que antes utilizaron los del progenitor, para alcanzar la vida eterna. Que la familia sanguínea del protagonista constituya una suerte de secta pagana capaz de cometer los más atroces crímenes, la mayoría de las veces de forma inútil (hay pasajes terribles protagonizados por niños con una indudable lectura política), permite a Enríquez poner en práctica una de las cualidades que personalmente más me atraen de sus cuentos: la ausencia de juicio moral a la hora de retratar a sus personajes.

A diferencia de King, o al menos de un cierto King, quien en ocasiones abusa de un maniqueísmo popular en el que malos y buenos son castigados y premiados por sus acciones (no siempre, ni siquiera la mayoría de las veces: echen un vistazo a su impresionante novela corta Una extensión justa, en Todo oscuro, sin estrellas), los villanos de la novela de Enríquez inspiran más desesperación que peligro. Puede que sus medios y sus objetivos sean perversos, pero la manera en que se estrellan contra la más incontestable de las evidencias biológicas (todos vamos a morir, también ellos) es patéticamente humana. Por otro lado, el protagonista, Gaspar, y la pandilla de amigos que lo secunda en las diferentes etapas de su vida están lejos de la sincera camaradería que muestran los personajes de novelas de iniciación juvenil fantásticas como la misma IT de King o Un verano tenebroso de Dan Simmons. A Enríquez no le interesa la épica del éxito y del fracaso, ni tampoco la justicia. En uno de sus cuentos más retorcidos, La Virgen de la tosquera, unas adolescentes llevan a cabo una atroz venganza contra una amiga que, según ellas, les ha robado a un chico, sin que el relato se permita la más mínima coartada moral ni las castigue por lo que hacen. Seguramente este tipo de aproximamientos le han granjeado el prestigio entre quienes piensan que su obra desborda los límites de lo fantástico: otros, sencillamente, creemos que lo fantástico nunca tuvo límites, y que la novela que nos ocupa forma parte legítima de la tradición del horror en la misma manera en que lo hacen títulos liminales como Siempre hemos vivido en el castillo de Shirley Jackson.

También es razonable que algunos lectores se pierdan entre las muchas digresiones del extenso libro (casi 700 páginas), como la del pasaje británico, o que acusen valles de ritmo aquí y allá, pero en este aspecto creo que Enríquez es honesta con sus referentes (y que lleva su apuesta hasta el final): en un momento en que los libros tienden a desengrasarse, Nuestra parte de noche vuelve la mirada a la novela gótica clásica, con esas ideas y venidas, aparentemente arbitrarias, por las esquinas de la saga familiar que retrata. Y si esta estructura recuerda a ciertas apuestas canónicas como la narrativa de las hermanas Brontë o las obras maestras de García Márquez es porque la sombra de la novelística gótica se proyecta sobre la historia de la literatura posterior igual que la sombra de un roble desnudo, nudoso y retorcido se proyecta sobre otros árboles. Ahí está la mansión en la selva en la que transcurre la segunda parte de esta novela, y todo lo que esta guarda, para reafirmarlo.

Rubén Sánchez Trigos


HEX: HORROR EN LA ERA DE LA HIPERVISIBILIDAD

Hex

Thomas Olde Heuvelt

Nocturna ediciones, 2020

Traducción de Ana Isabel Sánchez

La colección Noches negras de la editorial Nocturna constituye, probablemente, el esfuerzo más sólido que existe ahora mismo en España por publicar terror o ficción oscura mainstream, y Hex, el último título que ha aparecido en ella, es un ejemplo paradigmático de este tipo de apuesta. Como todas las categorizaciones, por lo general el término mainstream es discutido y discutible, y está bien que así sea porque su uso suele ser problemático al circunscribirse casi exclusivamente a los cauces de distribución y proyección de una obra (desde este punto de vista, tiene difícil traducción al español); en el caso que nos ocupa, lo empleo para referirme también a los muchos y muy codificados recursos que la narración utiliza para llegar a sus lectores.

La novela de Thomas Olde Heuvelt, que originalmente su autor escribió en su neerlandés natal y que luego reescribió al inglés, se sirve de manifestaciones de la cultura popular moderna terrorífica (la leyenda urbana y su versión 2.0: los creepypastas) para revitalizar un arquetipo capital del folclore supersticioso europeo, la bruja, más tarde exportado por los pioneros puritanos a Estados Unidos, y en el fondo nunca olvidado por la ficción, por más que el éxito de La bruja (The witch, Robert Eggers, 2015) instaurara la ilusión de que el motivo llevaba tiempo desechado.  No es así: The lord of Salem (Rob Zombie, 2012) o Las brujas de Zugarramurdi (Álex de la Iglesia, 2013) son dos incursiones anteriores no precisamente marginales. La bruja, como el vampiro o el revenenat, tiene su equivalente en culturas de todo el mundo (las mujeres demonio de Japón o los campamentos africanos a los que se relegaba a las brujas y hechiceros desterrados en el siglo XVIII), pero es en Occidente donde el arquetipo ha acabado despojado de connotaciones digamos más ambiguas (la bruja es también una suerte de confesora secreta a la que se acude en secreto para resolver aquellos asuntos vergonzantes) y se ha erigido en expresión de todo aquello que ha sido relegado a los márgenes del discurso dominante: el credo cristiano, el papel de la mujer como dadora de vida, el miedo al Otro como elemento cohesionador de la comunidad, incluso, o sobre todo, cuando el Otro forma parte de ella.

Lo que encontramos en Hex son los elementos-base que nutren las viejas historias orales de aparecidos: una comunidad cerrada con una mitología propia basada en una falta colectiva cometida en el pasado, un sistema de reglas cuya transgresión conlleva un castigo fatal, y un conflicto generacional basado en la inclinación natural de los jóvenes por poner a prueba los límites impuestos por los dogmas de la tradición. Black Spring, una modesta población estadounidense, pone el escenario; Katherine, a la que todos llaman la abuelita no sin cierta sorna temerosa, es la bruja de boca y ojos cosidos que se aparece a capricho y que asume las funciones de intra-historia local: Katherine reunifica a todos los vecinos casi como si de un pacto de sangre se tratase y traza una línea de indudable potencial alegórico entre los que están dentro de ese pacto y los de fuera. Nadie que no pertenezca a la comunidad puede conocer a la bruja, y nadie que descubra su existencia puede ya abandonarla.

La novela de Olde Heuvelt parece siempre auto-consciente de donde reside su potencial interés en el contexto de la narrativa de terror contemporánea: llevar las clásicas convenciones del relato de fantasmas oral, versionado a gusto de cada hablante, al mundo intangible de lo hipervisible actual: no solo todo lo que tiene que ver con creepypastas y derivados, también con lo que podría ser la gran paradoja de nuestro tiempo con respecto a nuestra relación con lo oculto: en un mundo donde cualquier documento (grabación de vídeo, audio, texto, captura de pantalla) puede ser expuesto, reproducido, sobre-examinado, manipulado y vuelto a manipular, ¿cuál es el margen de verosimilitud de lo desconocido? Si el poder de un relato ya no reside tanto en lo que alguien cuenta que ocurrió como en desentrañar lo que ven mis propios ojos y los de todo el mundo (esos canales de Youtube donde se acumulan los avistamientos fantasmales, como una versión hipertrofiada de las famosas fotos de hadas de las niñas Wright y Griffiths de 1917), ¿qué puede hacer la literatura fantástica por renovar sus viejos recursos? ¿Cómo reeditar la genuina naturaleza de lo fantástico, lo que es y lo que nuestro paradigma cultural nos asegura que no puede ser?

En cierto modo, Hex supone un esfuerzo por plantear y resolver esta cuestión que se suma a otros recientes. Si el cine ya encontró en el found footage su propia respuesta a la técnica narrativa del manuscrito encontrado, y en los últimos años películas como Eliminado (Levan Gabriadze, 2015) y su secuela Eliminado: Dark Web (Stephen Susco, 2018) han indagado en la posibilidad de un horror hipervisible pero siempre prohibido, libros como La casa de hojas (Mark Z. Danielewski, 2000; en España en Pálido fuego/Alpha Decay, 2013), Experimental film (Gemma Files, 2015; en España en La biblioteca de Carfax, 2017) o Una cabeza llena de fantasmas (Paul Tremblay, 2015; en España en Nocturna, 2017) llevan tiempo integrando la supuesta objetividad de lo audiovisual en un género que se basa, precisamente, en el cuestionamiento de lo que percibimos. Todavía las novelas de Danielewski y Files habitan el mundo tangible del vídeo y el celuloide (lo imposible está encapsulado ¿retenido? en una cinta y en una bobina de cine), pero en el libro de Tremblay la supuesta posesión de la protagonista se disgrega y sobre-expone en un puñado de blogs y grabaciones que, al adquirir el estatus de fenómeno popular, todo el mundo en Internet ha podido examinar.

En Hex esta problemática no se resuelve; al contrario, se convierte en el eje sobre el que gira el grueso de la trama. Todo Black Spring es un enorme circuito de televisión (o de vigilancia), diseñado para registrar cada una de las apariciones de la bruja no con el ánimo de estudiarlas, ni siquiera para defenderse de ellas, sino para asegurarse de que el fenómeno sigue siendo privado y no corre el peligro de trascender fuera de la población. Los personajes de la novela están tan obsesionados por mantener en secreto lo fantástico (el saber) como lo estaban los protagonistas de Machen, Lovecraft o Chambers por guardarse de él. No es casualidad que sea una trastada llevada a cabo por los más jóvenes de la población (una transgresión dirigida contra la bruja que queda registrada en vídeo) el acontecimiento que ponga la primera piedra en el camino hacia la tragedia colectiva. Solo las nuevas generaciones parecen darse cuenta, aunque sea en su natural inconsciencia, de que lo insólito no puede ser contenido o amordazado en la era de la viralidad audiovisual, los mensajes en cadena y la hiperinformación. La estructura del libro es clara: dividido en dos partes, la primera juega a plantear las bases de un empeño imposible; la segunda corrobora esa imposibilidad. Lo gótico (esa falta cometida por sus antepasados que los personajes deben purgar) es solo un recurso dramático, casi una concesión a los amantes del género, al servicio de una cuestión mucho más prosaica: ¿qué hacemos con la narrativa que problematiza lo visible y lo invisible, lo discernible de lo que no, en el mundo de hoy? Hex tiene su propia respuesta.

Rubén Sánchez Trigos


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